Ex.22, 20-26; Sal 17; 1Tes. 1,5-10; Mt. 22,34-40
1ª lectura. La esperanza de los pobres. La usura, la tacañería, la indiferencia ante el sufrimiento de los pobres, de los migrantes y desplazados, de los débiles, se da entre nosotros con tranquila conciencia. La Palabra de Dios lo condena sin ambages. Ante Dios, todos somos pobres, peregrinos y forasteros y él ha tenido compasión de nosotros. Ustedes eran pobres en Egipto, dice el Señor; por esto los hice salir de aquel país. Pero existen todavía muchos pobres en el mundo; ¿quién dará testimonio ante ellos de mi benevolencia, quien los liberará en mi nombre? ¿Quién tomará la defensa de los pobres como lo he hecho yo? ¿Quién devolverá, antes de que anochezca, al hermano lo que yo les he dado por la mañana, sin retenerlo egoístamente? «Si tomas en prenda la cobija de tu hermano, devuélvesela antes de que se meta el sol», dice el Texto.
Salmo responsorial (17, v.3.4.47). Este salmo se presenta como un himno que entona David alabando y dando gracias a Dios por su protección cuando el enemigo lo atacaba, por las victorias que le concedió por haber extendido su poder a someter algunos reyes vasallos. (1Sam. 18,29). Los temas están desarrollados con amplitud y con riqueza imaginativa. David es el ungido o mesías, y como tal es figura de Cristo, por ese camino puede ser transpuesto el salmo a un sentido cristiano; en la transposición las descripciones plásticas y vigorosas se espiritualizan con valor simbólico. Decimos el salmo, ahora, refiriéndolo a Cristo.
2ª. Lectura. 1Tes. 1,5-10.- Anuncio contagioso. Esta lectura describe brevemente la manera en la cual Dios quiere darse a conocer a los hombres. Jesús se ha expresado con hechos y palabras: palabras que iluminan las acciones, y acciones que dan valor a las palabras. Los apóstoles han hecho lo mismo, y toda comunidad cristiana, que se siente llamada a anunciar la buena noticia, no puede actuar de manera diferente. A esto se refiere S. Pablo cuando habla de la joven comunidad cristiana de Tesalónica. «Recibieron la Palabra con gozo, …. A grado de llegar a ser modelo para todos los creyentes en Macedonia y Acaya». El testimonio de la alegría. Nada de extraordinario tiene, entonces, que la vida de tales comunidades, sea contagiosa y que el evangelio se trasmita a través de su forma de vida. Se trata del testimonio de la comunidad cristiana. Tal es la condición sine qua non para la evangelización, lo que hace creíble el evangelio. “Haced la prueba y veréis qué bueno es el Señor”.
Evangelio Mt. 22,34-40.- Lección de Catecismo. La pregunta propuesta a Jesús: ¿cuál es el más grande de los mandamientos de la Ley?, levantaba polémicas sin fin en el ambiente rabínico. Jesús conoce bien la lección; pero dado que no quiere entablar discusiones vanas, se limita a citar dos mandamientos, del amor a Dios y del amor al prójimo. Sin embargo, no puede menos que agregar un comentario: el resto de la ley depende de estos dos mandamientos; suprímanlos y el edificio se derrumba. Esto basta para cerrar la boca a los fariseos de todos los tiempos, tan apegados a las tradiciones, a las prescripciones contingentes, al formalismo exterior. Y es, eso sí, una condena de todos aquellos grupos en los que reinan tan numerosas virtudes que no hay ya lugar para un acto de amor gratuito.
Ex.22, 20-26. Israel ha celebrado su alianza con Dios, ha descubierto que entre Dios y el hombre puede instaurarse un diálogo y una colaboración en vista de la realización de un proyecto común de amor. La alianza tiene su origen en Dios que se ha puesto sobre los caminos de la humanidad para encontrarse con ella.
La página que leemos hoy colecciona una serie de preceptos éticos sociales que giran en torno a tres clases de personas privilegiadas por la promesa divina: el forastero, el huérfano-viuda y el indigente, son las personas que carecen de un defensor, clan, padre, marido, abogado. Pero Dios mismo ha decidido tomarlos bajo su protección y por esto la comunidad debe rodearlos de un amor solícito. De hecho, como leemos en el salmo responsorial 17, su única roca, su única fortaleza y único liberador, es el Señor que será el juez implacable para los que atentan contra sus protegidos mediante la opresión, el maltrato, la usura, el empeño. (casas de).
No estamos solo ante una norma de filantropía intra-racial, sino que la referencia a Dios transfiere el compromiso social al ámbito de un signo religioso y cultual. «El que oprime al débil ultraja a aquél que lo ha creado» (Prov. 14,31). «La oración devota no puede ser un tranquilizante para dispensarnos de la acción, por el contrario, la oración exige al mismo tiempo actuar en favor de aquellos que están a nuestro lado» (BXVI).
Mt. 22,34-40. Cuando los rabinos destacaban la pluralidad de los mandamientos, lo hacían sobre todo para subrayar que, del más pequeño al más grande, todos tienen la misma importancia: «que el mandamiento leve sea tan querido como el mandamiento más grave» (Sifre, comentario a Deut. 12,28); Jesús mismo dice que no se puede cambiar ni una coma, ni una letra de la Ley. Él no ha venido a abolir la Ley, sino a darle perfección; el que enseñe lo contrario, será el menor en el Reino de los Cielos.
Pero indiscutiblemente, la cantidad de mandamientos degeneró en un legalismo minucioso que acabaría en la ruina. Los judíos terminaron adorando la Ley y no a Dios. El legalismo, como todos los legalismos, producía a veces la alegría sincera de la obediencia, otras la presunción de la propia justicia (cf. Lc. 15,29), pero otras, producía la inquietud de quienes no llegaban a cumplir los innumerables mandamientos tradicionales (cf. Mt. 19,18). Según la tradición sinagogal, la Ley comprendía 613 mandamientos positivos, 365 prohibiciones y otras 248 prescripciones. La necesidad de la síntesis y de líneas directrices se hacía sentir desde hacía tiempo, (cf. Miq 6,8; Eclo 12,13), pero nunca logró superar el carácter atomizado de la moral.
La originalidad de nuestro texto no está en las ideas del amor a Dios y al prójimo, que el A. T. y el judaísmo conocían, sino en su relación mutua y en el lugar eminente que Jesús da a éste sumario de la Ley.
Comentario. Es claro que cuando Mateo escribe su evangelio, se remonta a este gesto de Jesús para zanjar el debate abierto por los cristianos venidos del judaísmo. Ante una situación tensa, en la que el diálogo se convierte en polémica, era necesario remontarse a las palabras mismas de Jesús. Por lo cual, el texto sigue teniendo total vigencia para la iglesia de todos los tiempos.
La pregunta que el fariseo le hace a Jesús es muy interesante, porque a todos nos interesa saber cuál es el cometido fundamental de nuestra vida de creyentes. Parece que el fariseo desea también esclarecer cuál era el más importante de los 613 preceptos que se habían ‘amontonando’ ya en tiempos de Jesús. O bien, saber si semejante colección de mandamientos era sostenible. Pero, al margen de esa discusión de escuela, late la preocupación por la misión del hombre. ¿Qué nos puede faltar en nuestra vida?
La respuesta de Jesús es clara: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser, y añade otro mandamiento semejante a ése: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La Iglesia ha visto, desde sus inicios, que no pueden separarse ambos preceptos ni existe alguno mayor. Ahora bien, ¿es posible cumplir estos mandamientos? ¿De qué manera?
Benedicto XVI, en la encíclica Deus caritas est, ha señalado algunos puntos que ilumina el mandamiento del Señor. Dice: “El paso desde la Ley y los Profetas al doble mandamiento del amor de Dios y del prójimo, el hacer derivar de este precepto toda la existencia de fe no es simplemente moral. Y es así porque lo que Jesús nos enseña se da en Él de manera excelente. Es Él quien ama a Dios con todo su ser y también quien ama al hombre hasta el extremo. Nosotros aprendemos el amor de su persona”.
Por eso dice el Papa: “Quien quiere dar amor debe, a su vez, recibirlo como don. Es cierto que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva. No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios”. Y señala que de esa manera el amor a Dios y al prójimo, que son inseparables, nacen ambos de Dios, que nos ha amado primero. Por eso, “no se trata ya de un mandamiento externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor”. Y a esto, añade B. XVI que el sacramento de la Eucaristía es el lugar privilegiado en el que recibimos el amor de Dios y nos unimos a él, para poder amar a los demás. Por tanto, el precepto de Jesús implica acercarse a su persona para entender bien lo que se nos manda y tener las fuerzas necesarias para cumplirlo. Sin esa adhesión a Jesucristo, el mandamiento quedaría como algo abstracto porque sólo en Jesús conocemos lo que significa amar totalmente a Dios y a los demás hombres. (Más abajo transcribo los nn. 1 y 18 de la Encíclica sobre el amor de BXVI).
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Un minuto con el Evangelio
Marko I. Rupnik, SJ
Los fariseos insisten en demostrar que son perfectos en el conocimiento de las Escrituras, incluso que son capaces de sacar grandes síntesis teológico-espirituales, pero siempre con el objetivo de encontrar en Cristo algo que cuestionar y desacreditar. Sin embargo, Cristo plantea una pregunta sobre el mayor mandamiento de toda la ley y con ello pondrá aún más de relieve el dualismo de semejante religión: la brecha entre un conocimiento ideal y perfecto, pero abstracto, y una práctica religiosa adecuada. El escriba responde que el eje de todo es el amor, pero con su actitud no logra testimoniarlo. En él el conocimiento, el amor y la fe son tres realidades compartimentadas. Por esta razón dice bien, pero no se implica personalmente. Él conoce y sabe de amor, pero no se siente comprometido con él. Ante el escriba, por el contrario, está el que en su amor une el conocimiento, el compromiso y el estilo de vida.
Excursus. (Desus Caritas Est).
1. « Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él».
Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna» (cf. 3, 16). La fe cristiana, poniendo el amor en el centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud. En efecto, el israelita creyente reza cada día con las palabras del Libro del Deuteronomio que, como bien sabe, compendian el núcleo de su existencia: «Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas» (6, 4-5). Jesús, haciendo de ambos un único precepto, ha unido este mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo, contenido en el Libro del Levítico: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (19, 18; cf. Mc 12, 29- 31). Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un «mandamiento», sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro.
En un mundo en el cual a veces se relaciona el nombre de Dios con la venganza o incluso con la obligación del odio y la violencia, éste es un mensaje de gran actualidad y con un significado muy concreto. Por eso, en mi primera Encíclica deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar a los demás
18. De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita. En esto se manifiesta la imprescindible interacción entre amor a Dios y amor al prójimo, de la que habla con tanta insistencia la Primera carta de Juan. Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo «piadoso» y cumplir con mis «deberes religiosos», se marchita también la relación con Dios. Será únicamente una relación «correcto», pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama. Los Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a su encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y profundidad precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya de un «mandamiento» externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es «divino» porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea « todo para todos » (cf. 1 Co 15, 28).